“Se estremeció al pensar en la erección que tenía cada vez que Bertha caía en trance. Gracias a Dios, jamás había cedido ante sus sentimientos y nunca había confesado su amor ni acariciado sus pechos. Se imaginó dando a la joven un masaje terapéutico. De pronto, le cogía con fuerza las muñecas, le estiraba los brazos por encima de la cabeza, le levantaba el camisón, le abría las piernas con las rodillas, le ponía las manos debajo de las nalgas y la alzaba hacia sí. Se había aflojado el cinturón y se estaba abriendo la bragueta cuando, de repente, una multitud - enfermeras, colegas, Frau Pappenheim – entraba en la habitación.”
Irvin D. Yalom
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