martes, 28 de julio de 2020

El primer ministro y su azúcar en polvo

“Era la primera vez que la señora Margaret Thatcher consumía cocaína, y no cualquier cocaína, sino una de alta pureza”.


Era un día gélido y nublado en Londres, uno más, a pesar de que formalmente había concluido el invierno. Los contornos y las siluetas de la ciudad, sus hombres cabizbajos, sus mujeres ateridas, parecían desdibujados por una niebla meona que apenas descargaba una rara, inconstante llovizna.

El primer ministro peruano, Manuel Ulloa, llegó una hora tarde a la residencia oficial de la primera ministra británica, Margaret Thatcher. Eran amigos. Se habían conocido años atrás, en una fiesta en Nueva York, en casa de Ulloa. Alto y ausente, mirada penetrante, nariz aguileña, Ulloa era un hombre rico y, sin embargo, parecía vagamente triste, un príncipe en el exilio.

A pesar de su grosera impuntualidad, el primer ministro fue recibido, tras una corta espera, por la señora Thatcher, quien le estrechó la mano, y a quien Ulloa se permitió besar dos veces en la mejilla. La primera ministra parecía agobiada. Las islas Malvinas habían sido ocupadas por fuerzas militares argentinas. El primer ministro peruano debía cumplir una ardua misión: disuadir a su amiga Maggie de irse a la guerra contra la Argentina.

La señora Thatcher tuvo el buen gusto de no preguntarle al primer ministro por qué había llegado tan tarde. La respuesta era simple, pero indecible: Manuel Ulloa había pasado una noche disoluta, en la suite presidencial del hotel Savoy, con dos prostitutas rusas, navegando en ríos de brandy y coñac que parecían más turbios y caudalosos que el propio Támesis, cuyas aguas reverberaban de madrugada, agitadas cada tanto por un lanchón de turistas vocingleros. Luego de copular sin demasiado entusiasmo con las rusas, el primer ministro se quedó profundamente dormido y olvidó pedir a la recepción del hotel que lo despertase temprano, para acudir a la residencia de la primera ministra. Ella, la señora Thatcher, no se sorprendió: Manuel Ulloa tenía fama de libertino, vicioso e impuntual, y siempre llegaba tarde a sus citas.

Hablaron, por supuesto, en inglés, una lengua que Ulloa comandaba con maestría, pues había vivido muchos años entre Nueva York y Londres. Memoriosa, la primera ministra le preguntó por su hijo Manuel. El peruano buscó su billetera entre los pliegues de su chaqueta arrugada, la extrajo y, al sacar una pequeña foto de su hijo, una papelina transparente, que envolvía un polvo blanco, cayó en la alfombra del salón.

-Es azúcar en polvo, Maggie -le dijo Manuel Ulloa-. Azúcar peruana. Azúcar amarga de la más alta calidad.

La primera ministra creyó el embuste de su colega peruano, quien, con gran desparpajo, abrió la papelina sobre la mesa de vidrio, cogió la cucharita de plata de su taza de café, se sirvió un poco de aquel polvo blanco y lo dejó caer en su café.

Enseguida miró con aire risueño a su amiga y le preguntó:

-¿Quieres probar mi azúcar amarga?

-Sí, por supuesto -dijo la señora Thatcher.

Manuel Ulloa vertió una cucharita del polvo blanco en la taza de café de su amiga y lo disolvió, moviendo la cucharita.

A continuación, bebieron un par de sorbos de café. Era la primera vez que la señora Margaret Thatcher consumía cocaína, y no cualquier cocaína, sino una de alta pureza, de origen peruano. Pasó un trago amargo, dio un respingo y dijo:

-Qué sabor tan raro tiene esta azúcar.

Luego hablaron de política exterior, Ulloa tratando de convencer a la señora Thatcher de que aún estaba a tiempo para detener el avance de la flota de guerra británica y abortar una guerra que sería sanguinaria y horrenda para todos. Bebieron más café y el primer ministro vertió más cocaína en las tazas de ambos, haciéndola pasar por azúcar impalpable, y la señora Thatcher, desacostumbrada a ese estímulo tan poderoso, sintió una extraña agitación en la lengua, en los dientes, una elocuencia sin par, una firmeza o rigidez que no conocía.

Tal vez por culpa de la cocaína que le suministró a su amiga Maggie, la misión diplomática del primer ministro fracasó, pues, tan pronto como concluyó la reunión, la primera ministra caminó a la sala de gabinete donde se encontraban reunidos los altos mandos militares de su país y anunció, dura, sobreexcitada, tiesa de cocaína:

-Señores: ¡iremos a la guerra! ¡Las Falkland volverán a ser nuestras! ¡Y no me temblará el pulso para usar toda nuestra fuerza militar!

Pero a Margaret Thatcher le temblaba el pulso cuando vociferó aquella proclama, pues la cocaína había provocado un movimiento sísmico en su sistema nervioso y ella no sabía por qué se sentía así, con tantas ganas de hablar, de mandar, de ir a la guerra.

De regreso en su suite del Savoy, el primer ministro, que consumía cocaína todos los días y no por eso dejaba de intrigar y conspirar como un político profesional, llamó al presidente peruano, Fernando Belaunde, y le dijo que sus esfuerzos para disuadir a la señora Thatcher de irse a la guerra habían fracasado.

Al día siguiente, el primer ministro peruano fue recibido con todos los honores en el palacio de Buckingham, donde tenía una reunión protocolar de media hora con la Reina Isabel II. Improbablemente, Manuel Ulloa llegó más temprano de la hora pactada y por eso lo dejaron en un salón, esperando. Como había pasado otra noche de excesos etílicos y desafueros eróticos, y como aquella mañana no había aspirado cocaína, y como aún estaba bajo los efectos de un poderoso hipnótico que había bebido a las cinco de la mañana, Ulloa se quedó profundamente dormido, desparramado en el sofá. Tan dormido estaba cuando la Reina entró a saludarlo que un atribulado secretario de Su Majestad tuvo que despertarlo, zarandeándolo, anunciándole que estaba en presencia de doña Isabel II. Pero el primer ministro tardó en salir de un hondo soponcio y por un momento confundió a la Reina con su esposa, una aristócrata argentina, también llamada Isabel:

-¿Qué carajo quieres, Isabel, vieja ladilla? -dijo Manuel Ulloa, la lengua pastosa, alucinando que estaba frente a su esposa-. ¿No ves que estoy durmiendo, pelotuda?

Por suerte, la Reina Isabel II no entendió el español acanallado del peruano y no se dio por aludida. Unos segundos después, el primer ministro recobró la lucidez, se puso de pie e hizo una reverencia pomposa a la Reina, quien lo miraba con una sonrisa inescrutable, acaso divertida por la insolencia de su desastrado visitante.

La reunión fue breve, pero no del todo aburrida, porque el primer ministro le contó a la Reina que, al casarse con la argentina Isabel, él se había convertido en el Marqués español Cabeza de Vaca, todo lo cual era mentira, pero la Reina pareció celebrar la ocurrencia del peruano y el desembarazo con el que este la trataba.

A continuación, la Reina se despidió del primer ministro, quien le besó la mano derecha, encorvándose, y entonces Manuel Ulloa quedó a solas nuevamente, circunstancia que aprovechó para deslizar en los bolsillos de su chaqueta y su pantalón un cenicero de cristal, dos tazas de té, dos cucharitas de plata y una minúscula vasija china de porcelana, pues quería llevarse unos recuerdos del palacio de Buckingham.

Llegando a Lima, el primer ministro se reunió con el presidente Belaunde y lo sorprendió:

-La Reina te mandó este regalito.

Luego le entregó el cenicero de cristal que había birlado del palacio real.

Manuel Ulloa dejó de ser primer ministro a finales de ese año. Margaret Thatcher fue primera ministra británica ocho años más. No volvieron a reunirse. Pero la señora Thatcher hizo grandes esfuerzos por conseguir más azúcar en polvo de origen peruano para amargar su café y estimular su oratoria. Aunque le consiguieron varios tipos de azúcar en polvo, ninguno la sobresaltó con la virulencia del polvo que le dio a probar su amigo Manuel Ulloa, un día gélido y nublado en Londres, uno más, a pesar de que formalmente había concluido el invierno.

JAIME BAYLY


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