“Era la primera vez que la señora Margaret Thatcher
consumía cocaína, y no cualquier cocaína, sino una de alta pureza”.
Era un día gélido y nublado en Londres, uno más, a pesar de que formalmente había concluido el invierno. Los contornos y las siluetas de la ciudad, sus hombres cabizbajos, sus mujeres ateridas, parecían desdibujados por una niebla meona que apenas descargaba una rara, inconstante llovizna.
El
primer ministro peruano, Manuel Ulloa, llegó una hora tarde a la residencia
oficial de la primera ministra británica, Margaret Thatcher. Eran amigos. Se
habían conocido años atrás, en una fiesta en Nueva York, en casa de Ulloa. Alto
y ausente, mirada penetrante, nariz aguileña, Ulloa era un hombre rico y, sin
embargo, parecía vagamente triste, un príncipe en el exilio.
A
pesar de su grosera impuntualidad, el primer ministro fue recibido, tras una
corta espera, por la señora Thatcher, quien le estrechó la mano, y a quien
Ulloa se permitió besar dos veces en la mejilla. La primera ministra parecía
agobiada. Las islas Malvinas habían sido ocupadas por fuerzas militares
argentinas. El primer ministro peruano debía cumplir una ardua misión: disuadir
a su amiga Maggie de irse a la guerra contra la Argentina.
La
señora Thatcher tuvo el buen gusto de no preguntarle al primer ministro por qué
había llegado tan tarde. La respuesta era simple, pero indecible: Manuel Ulloa
había pasado una noche disoluta, en la suite presidencial del hotel Savoy, con
dos prostitutas rusas, navegando en ríos de brandy y coñac que parecían más
turbios y caudalosos que el propio Támesis, cuyas aguas reverberaban de
madrugada, agitadas cada tanto por un lanchón de turistas vocingleros. Luego de
copular sin demasiado entusiasmo con las rusas, el primer ministro se quedó
profundamente dormido y olvidó pedir a la recepción del hotel que lo despertase
temprano, para acudir a la residencia de la primera ministra. Ella, la señora
Thatcher, no se sorprendió: Manuel Ulloa tenía fama de libertino, vicioso e impuntual,
y siempre llegaba tarde a sus citas.
Hablaron,
por supuesto, en inglés, una lengua que Ulloa comandaba con maestría, pues
había vivido muchos años entre Nueva York y Londres. Memoriosa, la primera
ministra le preguntó por su hijo Manuel. El peruano buscó su billetera entre
los pliegues de su chaqueta arrugada, la extrajo y, al sacar una pequeña foto
de su hijo, una papelina transparente, que envolvía un polvo blanco, cayó en la
alfombra del salón.
-Es
azúcar en polvo, Maggie -le dijo Manuel Ulloa-. Azúcar peruana. Azúcar amarga
de la más alta calidad.
La
primera ministra creyó el embuste de su colega peruano, quien, con gran
desparpajo, abrió la papelina sobre la mesa de vidrio, cogió la cucharita de
plata de su taza de café, se sirvió un poco de aquel polvo blanco y lo dejó
caer en su café.
Enseguida miró con
aire risueño a su amiga y le preguntó:
-¿Quieres probar mi
azúcar amarga?
-Sí, por supuesto
-dijo la señora Thatcher.
Manuel
Ulloa vertió una cucharita del polvo blanco en la taza de café de su amiga y lo
disolvió, moviendo la cucharita.
A
continuación, bebieron un par de sorbos de café. Era la primera vez que la
señora Margaret Thatcher consumía cocaína, y no cualquier cocaína, sino una de
alta pureza, de origen peruano. Pasó un trago amargo, dio un respingo y dijo:
-Qué
sabor tan raro tiene esta azúcar.
Luego
hablaron de política exterior, Ulloa tratando de convencer a la señora Thatcher
de que aún estaba a tiempo para detener el avance de la flota de guerra
británica y abortar una guerra que sería sanguinaria y horrenda para todos.
Bebieron más café y el primer ministro vertió más cocaína en las tazas de
ambos, haciéndola pasar por azúcar impalpable, y la señora Thatcher,
desacostumbrada a ese estímulo tan poderoso, sintió una extraña agitación en la
lengua, en los dientes, una elocuencia sin par, una firmeza o rigidez que no
conocía.
Tal
vez por culpa de la cocaína que le suministró a su amiga Maggie, la misión
diplomática del primer ministro fracasó, pues, tan pronto como concluyó la
reunión, la primera ministra caminó a la sala de gabinete donde se encontraban
reunidos los altos mandos militares de su país y anunció, dura, sobreexcitada,
tiesa de cocaína:
-Señores:
¡iremos a la guerra! ¡Las Falkland volverán a ser nuestras! ¡Y no me temblará
el pulso para usar toda nuestra fuerza militar!
Pero
a Margaret Thatcher le temblaba el pulso cuando vociferó aquella proclama, pues
la cocaína había provocado un movimiento sísmico en su sistema nervioso y ella
no sabía por qué se sentía así, con tantas ganas de hablar, de mandar, de ir a
la guerra.
De
regreso en su suite del Savoy, el primer ministro, que consumía cocaína todos
los días y no por eso dejaba de intrigar y conspirar como un político
profesional, llamó al presidente peruano, Fernando Belaunde, y le dijo que sus
esfuerzos para disuadir a la señora Thatcher de irse a la guerra habían
fracasado.
Al
día siguiente, el primer ministro peruano fue recibido con todos los honores en
el palacio de Buckingham, donde tenía una reunión protocolar de media hora con
la Reina Isabel II. Improbablemente, Manuel Ulloa llegó más temprano de la hora
pactada y por eso lo dejaron en un salón, esperando. Como había pasado otra
noche de excesos etílicos y desafueros eróticos, y como aquella mañana no había
aspirado cocaína, y como aún estaba bajo los efectos de un poderoso hipnótico
que había bebido a las cinco de la mañana, Ulloa se quedó profundamente
dormido, desparramado en el sofá. Tan dormido estaba cuando la Reina entró a
saludarlo que un atribulado secretario de Su Majestad tuvo que despertarlo,
zarandeándolo, anunciándole que estaba en presencia de doña Isabel II. Pero el
primer ministro tardó en salir de un hondo soponcio y por un momento confundió
a la Reina con su esposa, una aristócrata argentina, también llamada Isabel:
-¿Qué
carajo quieres, Isabel, vieja ladilla? -dijo Manuel Ulloa, la lengua pastosa,
alucinando que estaba frente a su esposa-. ¿No ves que estoy durmiendo,
pelotuda?
Por
suerte, la Reina Isabel II no entendió el español acanallado del peruano y no
se dio por aludida. Unos segundos después, el primer ministro recobró la
lucidez, se puso de pie e hizo una reverencia pomposa a la Reina, quien lo
miraba con una sonrisa inescrutable, acaso divertida por la insolencia de su
desastrado visitante.
La
reunión fue breve, pero no del todo aburrida, porque el primer ministro le
contó a la Reina que, al casarse con la argentina Isabel, él se había
convertido en el Marqués español Cabeza de Vaca, todo lo cual era mentira, pero
la Reina pareció celebrar la ocurrencia del peruano y el desembarazo con el que
este la trataba.
A
continuación, la Reina se despidió del primer ministro, quien le besó la mano
derecha, encorvándose, y entonces Manuel Ulloa quedó a solas nuevamente,
circunstancia que aprovechó para deslizar en los bolsillos de su chaqueta y su
pantalón un cenicero de cristal, dos tazas de té, dos cucharitas de plata y una
minúscula vasija china de porcelana, pues quería llevarse unos recuerdos del
palacio de Buckingham.
Llegando
a Lima, el primer ministro se reunió con el presidente Belaunde y lo
sorprendió:
-La
Reina te mandó este regalito.
Luego
le entregó el cenicero de cristal que había birlado del palacio real.
Manuel
Ulloa dejó de ser primer ministro a finales de ese año. Margaret Thatcher fue
primera ministra británica ocho años más. No volvieron a reunirse. Pero la
señora Thatcher hizo grandes esfuerzos por conseguir más azúcar en polvo de
origen peruano para amargar su café y estimular su oratoria. Aunque le
consiguieron varios tipos de azúcar en polvo, ninguno la sobresaltó con la
virulencia del polvo que le dio a probar su amigo Manuel Ulloa, un día gélido y
nublado en Londres, uno más, a pesar de que formalmente había concluido el
invierno.
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